Me encanta que haya canciones que te hayan dado la vida en algún momento de tu vida y que, sin embargo, te puedan fastidiar la escena meses después. Como cuando estás tan a gusto con alguien en un bar y de repente el camarero pincha el tema con el que te enamoraste de otra persona hace años, qué bajón. De repente, la situación se vuelve patética porque te recuerda que las cosas no suelen durar mucho tiempo. «No te emociones, todos los discos se terminan». Otras veces, una canción del pasado se cuela en la conversación y te hace recordar alguna anécdota que, por alguna razón que ahora ves clara y antes no, fue importante durante tu adolescencia y entonces, si tu interlocutor merece la pena, decides compartirla. Hay personas, me diréis, que son capaces de concentrarse en la conversación sin prestar atención al hilo musical y sin dejarse influirse «aleatoriamente» por él. Peor para ellas, respondo.
La música está ahí para potenciar, para redondear o para destrozar un momento. No quiero decir que una canción romántica vaya a hacer que uno tenga más posibilidades de enamorarse, o que un tema de batería intenso se vaya a cargar tus posibilidades de sentir las dichosas maripositas. Para nada. No es tan simple el mecanismo de la banda sonora, ahí radica su gracia y por eso he entrecomillado en el párrafo anterior lo de «aleatoriamente». La cuestión no depende de la canción en sí misma, sino de tu reacción personal a esa música. La misma canción en distinto marco puede resultarte cargante o intensa, especial o tópica, apropiada o no. ¡La misma canción! Y depende de con quién estés, de dónde, de cómo. De ti, sobre todo depende de ti. No me gusta utilizar las juke box precisamente por ese control que te da sobre la situación, porque te conviertes tú en el que fuerza y parte de la gracia de escuchar música en bares consiste en ese no saber qué viene a continuación. La música marca el acontecimiento de la noche, cuánta gente se ha quedado un rato más porque cuando iba a coger su abrigo el DJ eligió una canción que le devolvió la esperanza en una noche que estaba decidido a dar por perdida.
Hoy he descubierto que el poeta Benedetti y mi grupo punk favorito, los Buzzcocks, a priori tan distintos, venían a decir lo mismo en un poema y una canción concreta. Lo que viene a demostrar que el arte no es una única respuesta que interpretar, sino un combinado de puertas que cada uno descifra a su modo, y a muchas de esas puertas se puede llegar por vías distintas. El punk puede ser romántico, la poesía puede (debe) ser punk. Reaccionar y dejarse mover por lo que te sugiere la música no te convierte en una marioneta, sino que te descubre, sin proponértelo, quién has sido, quién eres, y en quién te estás convirtiendo. Si no te bañas dos veces en el mismo río, tampoco escuchas dos veces la misma canción, habría sentenciado algún descendiente de Heráclito con una estupenda colección de vinilos.
Cuánta trascendencia, ¿eh?
Y qué decir de aquella canción pasada de rosca que a una le emociona en secreto, canción del grupo que tu amigo, el que sabe mucho de música, aborrece a muerte, canción que tú JAMÁS confiesas