Tienes un pájaro en la cabeza, no sabes bien si es un colibrí o un cuervo, pero tiene pico y habla. Quizás sea un gorrión que está dormido, hinchado con sus plumas grises y cara de empanado, quizás sea un buitre leonado de amplias alas al que se le empiezan a calcificar las garras de tanto sujetarse al monísimo columpio en el que ha dejado de balancearse monótonamente. Tienes un pájaro en la cabeza y se está asfixiando, y cuando la palme el pájaro tendrás un cadáver rígido entre el cerebro y la trompa de eustaquio, con las uñas hacia arriba y el pico abierto, y por mucho que te empeñes en comprarle un bebedero dorado y una ilustración de Ikea imitación de Klimt que le dé a la jaula un toque moderno y artístico, lo cierto es que estarás decorando la casa de un muerto. El día del fallecimiento del ave, el sistema te enviará unas flores de plástico que tú, ingenuo idiota, pensarás que son un detalle para posar sobre la silueta del pájaro marcada en tiza, pero lo cierto es que son para ti: «Bienvenido, ya eres uno de los nuestros».
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