La escritora

23 06 2011

Desde luego, si sus niños fueran niños esta situación de alcoholismo en busca de su (primera) gran novela sería insostenible o, como mínimo, un muy mal ejemplo nada propio de una madre a tiempo completo. Sin embargo, sus pequeños hacía tiempo que se habían transformado en adolescentes egoístas adoctrinados por la televisión, los catálogos de marcas deportivas o los consultorios sexuales de las revistas femeninas.  No había que preocuparse en absoluto de su presencia porque o no estaban en casa o se encerraban a conciencia en sus cuartos-refugio, temerosos de que la atmósfera familiar les intoxicara durante más tiempo de lo que estrictamente durase la cena.

Hasta tres veces en una tarde había llegado a rellenar con vodka el vaso gastado que alguna vez albergó crema de cacao y que fue posteriormente reconvertido en vajilla (empezó bebiendo en copa, pero después de romper un par decidió buscarse un recipiente menos sofisticado y más discreto). El primero se lo servía con mucho hielo y le permitía escribir medio folio, aunque era en la mitad del segundo cuando se envalentonaba hasta conseguir al menos otras tres páginas. En ese punto se olvidaba de beber: era feliz tecleando, feliz mientras se le iba aguando, lentamente, el vodka.  Solo volvía a agarrar el vaso cuando había aporreado, con una inocente y gustosa soberbia, el punto final de aquel día. Respiraba despacio, profundamente. Se regocijaba con todo el espacio que ocupaba lo que había escrito y calculaba mentalmente las semanas que le llevaría acabar el libro. Volvía a prometerse a sí misma que corregiría lo escrito al día siguiente, y también de nuevo dejaba para mañana el momento de comunicarle a su esposo sus aspiraciones literarias. Echaba un último vistazo a todas las letras que había juntado, apagaba el ordenador y, entonces sí, apuraba de una vez esa mezcla líquida y desechable de alcohol y restos de hielo.

Era ese último trago,  el menos rico, el que mejor le sabía.

Y su día cobraba sentido. El vaso vacío y los párrafos completos le permitían levantarse con dignidad –aunque agarrándose con fuerza a la mesa para no caer al suelo.  Depositaba el pequeño trofeo de cristal en el fregadero y después, manteniendo una compostura imaginaria ante nadie, caminaba por el pasillo con la espalda exageradamente recta, intentando no darse con ninguna pared, hacia su cama, donde yacía exhausta durante treinta minutos con un sonrisa en la cara y la conciencia tranquila.

Allí descansaba, y allí podría haberse quedado todas las noches si no fuera por que su marido regresaba del trabajo, puntual como el hambre, y se acercaba sigiloso para observarla desde la puerta. No es que él la despertara adrede -al menos se cuidaba mucho de no mostrar esa intención- pero se quedaba inmóvil ante ella hasta que se percataba de su presencia. Hola qué tal el día y se besaban en la mejilla. Él se adueñaba del cuarto para ponerse el pijama y ella enfilaba hacia la cocina. No le hacía falta ya esquivar las paredes, no le costaba mantener el equilibrio y tampoco estiraba en exceso su columna vertebral. Volvía a caminar con paso sereno, sobrio y sin gracia.


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2 responses

23 06 2011
Loredhi

Todo idílico hasta que llega el marido

23 06 2011
Mameluco

La definición del mundo adolescente en un párrafo ha sido perfecta.
Los odio.

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