Recuerdo de adolescente mirar las revistas femeninas (no me importaría hacer un Fahrenheit 451 con todas ellas) y comprobar que cosas que a mí me parecían feas, por lo visto, eran lo más. No quisiera parecer la típica resentida que despotrica contra la belleza más evidente: me encantan las chicas guapas y he sentido esa fascinación desde siempre (por mucho que tratemos de intelectualizar a la mujer, la atracción por la belleza femenina es algo atemporal, otra cosa es que tenga que dejar de ser “lo único” que merezca la atención). Me refiero a huesos de cadera que sobresalían, a vértebras de la columna que recordaban a estegosaurios, a omoplatos que directamente parecían alas. A mí me resultaban antiestéticos, pero si estaban a doble página en Cosmopolitan seguramente la equivocada era yo, pensaba por aquel entonces y suspiraba de perfil frente al espejo por conseguir una tripa cóncava (no ya plana, eh, sino hacia dentro).
Los escritores saben que por muy desagradable que diseñen a un personaje, cuanto más se hable de él mejor le va a caer al lector porque, por el simple hecho de ir leyendo sobre él, uno le va cogiendo cariño y comienza a ver sus defectos como graciosas particularidades, y la sorpresa y el asco inicial acaban en perdón, en aceptación e incluso admiración. Ejemplos hay muchos, el repelente Ignatius Reilly o el pederasta Humbert Humbert son bastante evidentes. Pues con la moda en general y las modelos en particular ocurre lo mismo. No sólo poco a poco nos acostumbramos a las cosas que en un principio no nos gustaban, sino que acabamos asumiéndolas como correctas e incluso encontrándoles lo bello. Parte de la belleza que ahora admiramos partió de un rechazo primerizo, a nadie le ponían las clavículas ni las costillas… hasta que a fuerza de insistir empezaron a hacerlo.
En los últimos años, hemos ido dejando atrás esa veneración a las modelos de aspecto ramífero (de rama) para, progresivamente, establecer un nuevo escalón de belleza femenina: una belleza más carnal que durante los noventa estuvo mal vista porque las curvas eran, esto es duro pero cierto, una cosa vulgar. Pasamos esa línea y el mundo, siempre con el permiso de los medios, empezó a ver con buenos ojos las tetas, los muslos y el culo de Scarlett Johansson, los hombres decían “¡así es como nos gustan!” y la cosa se relajaba un poco porque el modelo de guapa se ampliaba. Después llegó el auténtico shock de Dove y la “belleza real”, en la que de repente tipas normales se plantaban en un anuncio en plan guapas. ¡Chicas normales! En serio, fue un verdadero shock. Un mensaje: “Tú también estás buena, chica”. Todas mirábamos el anuncio con una mezcla de sorpresa y alivio (coño, pues yo estoy mejor que ésa), y bastante desconfianza ante lo que no dejaba de ser una excentricidad de una marca de jabones y desodorantes que se pasaba a las cremas corporales. Era lógico que nadie se acabara de creer el anuncio, la propaganda asumida durante años no se borra con 30 segundos de buena voluntad y cierta flacidez. Pero era una puerta abierta, otra opción que no aspiraba a bajar a las Kate Moss de la pasarela sino a limitarse a decir: “Estoy aquí, aunque no me queráis ver, existo y, sorpresa, no doy asco”.
Cuando estás acostumbrada a ver cómo le quedan los vaqueros a tipas de 45 kilos y de repente Mango hace una sesión con una modelo a la que le quedan los pantalones como a ti y lo incluye en su catálogo en plan “esto es bonito”, algo cambia. Y eso es bueno, joder. Nadie pide que se empiece a venerar el contorno estadístico medio (por definición, no tiene ningún sentido venerar “lo normal”), ni que se imponga un canon de belleza desde el Ministerio de Sanidad, pero sí hay que aplaudir que se puedan ver otros modelos, que la televisión y las portadas no sean un lugar sagrado reservado para un cierto tipo de cuerpo que cuatro gatos con intereses comerciales se han empeñado en mitificar.
Ése es el mérito de las modelos XL, que aparecen de repente en nuestra vida como animales exóticos, aunque en el fondo sean más comunes que las imágenes guepardianas que nos asaltan en cada marquesina. Las hemos visto en catálogos de Mango, en artículos de moda de El País Semanal, en sesiones hechas por los mejores fotógrafos, en portadas de Elle. Las gordas comienzan a tomar un espacio que se les ha negado durante décadas, gordas que son más guapas que tú, gordas que siguen recibiendo los insultos de muchos pero que empiezan a tener sus adeptos, gordas que ganan un Oscar, gordas millonarias, gordas orgullosas. Dudo que estas gordas acaben representando el modelo ideal de belleza al que la mayoría de adolescentes aspiren, pero ver sus fotos tiene como mínimo dos efectos que no tenían las fotos de hace quince años:
1) Si estás menos gorda que ellas, te sientes reconfortada (reconfortada viendo una foto de moda, impensable en los noventa, años donde cada modelo venía cargada con una inyección de culpa que sentías por el simple hecho de que tu estructura ósea no fuera descaradamente visible).
2) Si tienes su aspecto, sientes que no eres un desecho social, que tú también puedes ser bella.
Sin entrar en temas estéticos, me reconoceréis que la reacción psicológica ante este tipo de fotografía es mucho más sana. Y es que ahí es donde creo que está el éxito de estas modelos, no en que los parámetros de lo bello estén cambiando y de repente las mujeres del mundo quieran lucir michelín y presumir de celulitis, sino en que éstas ya están hartas de sentirse mal cada vez que ven a una modelo. Están cansadas de admirar cuerpos que no están a su alcance, de observar chicas como si fueran extraterrestres y sentir que la que viene de otro planeta es ella misma. Las modelos XL son una reacción ante una opresión que lleva años apretándonos las tuercas, desde luego no son la panacea definitiva (me temo que harían falta más décadas para acabar con eso), pero es un principio. Para acabar con el elitismo primero hay que conseguir reírse de él, y estas fotografías son la mejor burla que se me ocurre, son el primer paso de una revolución necesaria contra una obsesión vacía e insulsa que lleva demasiado tiempo jodiéndole la vida a las mujeres. La moda hace mucho que dejó de ser sólo ropa, y ya es hora de que vuelva a representar lo que no ha dejado de ser en todo este tiempo: vestidos, zapatos y bolsos. Nada más.
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