El panda estaba harto de todo y decidió largarse.
Desde pequeño había aguantado comentarios acerca de lo mono que era. La gente le señalaba con el dedo y le obsequiaba con una sonrisa estúpida. Si se rascaba la barriga, todos aplaudían; si bostezaba, arrancaban a reír. Un día, haciendo una excepción en su sedentaria vida, se acercó a la verja para alegría de todos los que allí estaban. Miró con su cara de panda a cada uno de los presentes; todos se callaron, esperando algo grande.
El panda se tiró un pedo.
Al principio, todos continuaron en silencio, calibrando si realmente había pasado lo que creían que había pasado. Después, un niño pequeño se rió y todos le siguieron; algunos le llamaron guarro entre risas, otros le imitaron haciendo pedorretas con la lengua. El júbilo se apoderó de los visitantes del zoo.
El panda volvió entonces a su sitio, consciente de que realmente eran estúpidos. No volvió a acercarse a la valla nunca más.
El panda sufría constantes dolores de cabeza, acrecentados por el griterío tras el plástico transparente que los niños aporreaban con sus manos sucias mientras gritaban a las madres:
-Mira mamá: ¡el panda!, ¡el panda!
Como si para distinguir noventa kilos de oso panda en un fondo verde hiciera falta ayuda. Nunca faltaba algún niño (generalmente, niña) que se dedicaba a instruir a los demás con sus conocimientos sobre pandas.
-Son unos animales muy tranquilos. Son de China. Si matas un panda en China te matan o te meten en la cárcel. Para siempre.
El panda odiaba a las señoras que repetían:
-Es adorable.
Odiaba a los niños que le pedían que se moviese.
Odiaba a los niños que le observaban en silencio, con sus manitas apoyadas en la frente a modo de visera.
Odiaba a los padres que subían a sus hijas a hombros y les preguntaban: «¿El panda es blanco con manchas negras o negro con manchas blancas?» Y se reían de su ocurrencia mientras la niña se quedaba todo el día dándole vueltas al asunto, como si de algo vital se tratase .
Como buen oriental que vive en Europa, el panda tenía sus contactos. Le debían algunos favores y no dudó en cobrarlos. El lunes era el día más tranquilo de la semana en el zoo. Después de desayunar, el panda se largó por la puerta de atrás, que alguien, convenientemente, había olvidado cerrar.
El lunes, sin embargo, no era un día tranquilo en la ciudad. La ciudad y el zoo tienen ritmos antagónicos. Pero esto el panda no lo sabía, nunca había salido del zoo. No tardó en correrse la voz de la presencia del panda en la ciudad. Ya habíamos dicho que noventa kilos de oso panda no pasan fácilmente desapercibidos.
El panda, para variar, se había levantado con jaqueca. Cuando oyó que se acercaban las sirenas pensó que la cabeza le iba a estallar. Para colmo, la gente empezó a gritar y a señalarle (aunque eso al panda no le sorprendió lo más mínimo). El panda sólo quería largarse de allí. Alguien con pantalones cortos, sombrero y rifle gritó a la gente que se apartara. Disparó un dardo en el culo del panda.
La gente se calló de golpe, y el panda lo agradeció infinitamente. Notó como sus patas perdían fuerza y se tumbó en el asfalto. El efecto del dardo fue eliminando progresivamente su dolor de cabeza.
Rodeado de curiosos, pero en silencio y sin dolor, el panda, por fin, se largó.
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