Viaje a Santander

Para ser sinceros en un primer momento Santander nos decepcionó. Bastante. Estuvimos a punto de cambiar el billete de vuelta del domingo al sábado para ser más exactos.

Finalmente no lo hicimos (y menos mal). Lo mejor de todo fue que el ayuntamiento de Santander alquilaba bicicletas gratis durante 4 horas y Jesús y yo pudimos hacer un verano azul planeando bajo las gaviotas. Qué imagen más evocadora. Desde que conozco a Jesús me lleva diciendo que no sabe montar en bicicleta y yo decía que sí que sabía porque si de pequeño había aprendido entonces esas cosas se quedan grabadas en el cerebelo (es lo que tiene haber atendido en las clases de biología del instituto). Yo tenía razón, para alegría de los dos.

Respecto a la comida, lo más divertido fueron los desayunos. En el bar del primer restaurante nos sirvió un camarero del que nos habíamos reído (secretamente) en un viaje de instituto a Bilbao hace siete años. No me digas que no es coincidencia.

Nos miraron bastante mal en los sitios por no pedir bebida para acompañar (rata power), pero es que era carísima y al lado del hotel vendían latas por menos de un euro. De todos modos, probamos muchos pinchos de sabores y texturas raros-pero-ricos aunque al final las cosas básicas triunfan (churrasco de pan con filete de ternera que nos vendieron como solomillo, y huevo frito con jamón: un clásico).

Por cierto, Congo flipó porque allí había una copa helada que era igual que él. Allí todo el mundo está todo el rato comiendo helado y no me extraña porque ponen unas bolas gigantes. ¡Ah!, otra cosa sorprendente: no hay mcdonalds en la ciudad. Por cierto, yo no paraba de llamarle ‘San Sebastian’ a ‘Santander’… es que llevo toda la vida queriendo ir de vacaciones a San Sebastián y ya es la costumbre.

Y bueno, por seguir comentando cosas curiosas, que nadie se ofenda pero: qué pijos son en Santander. La gente sale a la calle con sus mejores galas y no sólo eso sino que te miran mal por ir hecha un despojo playero. Los jerseys colgados al cuello y cerrados con puñitos pastan por doquier y las niñas de menos de quince años llevan un lazo enorme en el pelo a juego con sus zapatos y calcetines con puntillita. Los niños están repeinados y su camisa va a juego con la de su papá.

Pero bueno, que en general todo muy bien. La Magdalena nos enamoró (había pingüinos) y volveríamos a visitar la ciudad encantados después de haber conocido el resto de ciudades de España.

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