La escritora

23 06 2011

Desde luego, si sus niños fueran niños esta situación de alcoholismo en busca de su (primera) gran novela sería insostenible o, como mínimo, un muy mal ejemplo nada propio de una madre a tiempo completo. Sin embargo, sus pequeños hacía tiempo que se habían transformado en adolescentes egoístas adoctrinados por la televisión, los catálogos de marcas deportivas o los consultorios sexuales de las revistas femeninas.  No había que preocuparse en absoluto de su presencia porque o no estaban en casa o se encerraban a conciencia en sus cuartos-refugio, temerosos de que la atmósfera familiar les intoxicara durante más tiempo de lo que estrictamente durase la cena.

Hasta tres veces en una tarde había llegado a rellenar con vodka el vaso gastado que alguna vez albergó crema de cacao y que fue posteriormente reconvertido en vajilla (empezó bebiendo en copa, pero después de romper un par decidió buscarse un recipiente menos sofisticado y más discreto). El primero se lo servía con mucho hielo y le permitía escribir medio folio, aunque era en la mitad del segundo cuando se envalentonaba hasta conseguir al menos otras tres páginas. En ese punto se olvidaba de beber: era feliz tecleando, feliz mientras se le iba aguando, lentamente, el vodka.  Solo volvía a agarrar el vaso cuando había aporreado, con una inocente y gustosa soberbia, el punto final de aquel día. Respiraba despacio, profundamente. Se regocijaba con todo el espacio que ocupaba lo que había escrito y calculaba mentalmente las semanas que le llevaría acabar el libro. Volvía a prometerse a sí misma que corregiría lo escrito al día siguiente, y también de nuevo dejaba para mañana el momento de comunicarle a su esposo sus aspiraciones literarias. Echaba un último vistazo a todas las letras que había juntado, apagaba el ordenador y, entonces sí, apuraba de una vez esa mezcla líquida y desechable de alcohol y restos de hielo.

Era ese último trago,  el menos rico, el que mejor le sabía.

Y su día cobraba sentido. El vaso vacío y los párrafos completos le permitían levantarse con dignidad –aunque agarrándose con fuerza a la mesa para no caer al suelo.  Depositaba el pequeño trofeo de cristal en el fregadero y después, manteniendo una compostura imaginaria ante nadie, caminaba por el pasillo con la espalda exageradamente recta, intentando no darse con ninguna pared, hacia su cama, donde yacía exhausta durante treinta minutos con un sonrisa en la cara y la conciencia tranquila.

Allí descansaba, y allí podría haberse quedado todas las noches si no fuera por que su marido regresaba del trabajo, puntual como el hambre, y se acercaba sigiloso para observarla desde la puerta. No es que él la despertara adrede -al menos se cuidaba mucho de no mostrar esa intención- pero se quedaba inmóvil ante ella hasta que se percataba de su presencia. Hola qué tal el día y se besaban en la mejilla. Él se adueñaba del cuarto para ponerse el pijama y ella enfilaba hacia la cocina. No le hacía falta ya esquivar las paredes, no le costaba mantener el equilibrio y tampoco estiraba en exceso su columna vertebral. Volvía a caminar con paso sereno, sobrio y sin gracia.





El gato

12 06 2011

El gato trotaba a buen ritmo al lado de la pared, calle abajo. Golpeaba la acera caliente con sus pequeñas almohadillas sin variar en ningún momento la velocidad de su paseo. No prestaba atención a las baldosas que pisaba, y cruzaba de acera sin preocuparse de si venía algún coche. Pasaba por delante de peluquerías, bares y kioscos sin percatarse de si estos estaban abiertos o cerrados. No giró la cabeza cuando a una señora se le rompió una bolsa llena de ciruelas y tampoco miró al bebé que desde su carrito alargaba sus dedos para acariciarlo. Ni siquiera al pasar por delante de la iglesia, abarrotada tras la misa, el gato cambió de dirección ni de ritmo. Más de tres veces estuvieron a punto de pisarlo, pero fueron las piernas las que le esquivaron a él, y no al revés.

La calle, lisa hasta ese momento, empezó a empinarse y, poco a poco, se convirtió en cuesta. La tripa del gato se hinchaba y se vaciaba cada vez más deprisa, pero su velocidad seguía manteniéndose constante. Pronto dejó de pasar por delante de comercios, y los edificios que iba dejando atrás estaban casi todos vacíos. Las baldosas se convirtieron en carretera y la carretera acabó siendo un camino mal asfaltado.

En los límites de la ciudad, un viejo hacía pis en la pared desconchada de una fábrica abandonada. El gato pasó por debajo del arco de orina, chapoteando sobre el charco amarillo. Sus almohadillas quedaron entonces marcadas sobre la tierra y el viejo lo vio adentrarse en línea recta con dirección a los arbustos. Antes de que se abrochara los pantalones, el gato se había perdido a ritmo constante entre las zarzas. El sol ya había secado sus huellas.





Cul-de-sac

13 10 2010

El piso es un bajo bastante desordenado de Malasaña, el barrio joven-alternativo-molón de Madrid. Una estantería negra rebosa cantidad de libros y añora los tiempos en que cada estante tenía una sola fila estudiadamente ordenada e incluso un huequito para alguna figura chula de decoración comprada en el Soho de Londres. Los volúmenes se aprietan de mala manera, asfixiados y con las puntas dobladas hacia fuera. La mesa del salón no ofrece mejor aspecto, hay una orquesta de latas de coca cola y cerveza con cantidades distintas de líquido caliente en su interior (algo similar, pero con menos glamour, a esas copas de cristal que algunos artistas callejeros hacen sonar acariciando los bordes con los dedos ante un público que se relame ante una demostración de arte inesperada y conmovedora, la mayoría de los cuales no aporta una propina o deja menos de un euro). También hay migas de pan, una revista arrugada y un cenicero que Juanjo recupera y posa en su rodilla. Aunque la casa tiene unos ventanales envidiables, la luz que se cuela es mustia y haría falta encender un par de lámparas para conseguir un ambiente saludable. Pero Juanjo tiene las bombillas apagadas y así las deja, desde el sofá me mira con cara de «cuando quieras empezamos, aunque nadie lo diría, tengo una vida que vivir».

Por dónde empezar. Me gustaría comenzar por la estantería, pero Juanjo la mira con desidia y reconoce que hace más de un año que no lee un libro. Se enciende un cigarro y yo rebusco entre las preguntas de mi libreta porque de repente me he quedado en blanco. Resulta que hay veces que, a pesar de haberte pasado horas documentándote, cuando te sientas frente a tu objeto de estudio te das cuenta de que no te interesan una mierda las posibles respuestas a tus estúpidas preguntas. Una situación incómoda, porque encima tienes que adoptar una postura falsísima de controlarlo todo. Decido dejarme de rodeos y disparó a la rodilla del joven desempleado.

-¿Qué es más deprimente en estos tiempos: tener un trabajo o no tenerlo?

Juanjo aspira y expulsa el humo del cigarrillo en mi dirección, lentamente, como si quisiera irritarme los ojos despacito.

-Esa pregunta sólo tiene sentido hacerla si tienes un empleo.

-Vamos de victimistas, ¿eh?

No sé por qué he dicho eso, desde luego no está incluido en el manual de «Cómo lograr buen rollo en entrevistas». Trago saliva y aguanto su mirada, preparada para una invitación a marcharme de su casa inmediatamente. Sufro por el estado de mi cuenta corriente y empiezo a elaborar una excusa para explicarle a mi jefe que la única colaboración que me ha encargado este mes en la revista se ha ido a la mierda porque soy una bocazas. Sin embargo, tras un momento de tensión, el tío se ríe y me dice que estamos en una época de victimismos y que si no lloras te toca poner el hombro y aguantar las penas de los demás.

-Yo ya me he cansado de hacer de psicólogo del resto- confiesa.

Intento tirar del hilo contándole, por contraposición, lo mucho que me deprime escuchar en boca de la gente el discurso de confianza y seguridad que tanto había explotado yo misma hace unos años, que no sé qué me da más rabia, si la ingenuidad del que lo expone o la convicción de que esa persona es un conejo a punto de pegarse la hostia de su vida.

-Yo tampoco es que pensara en un éxito abrumador, fama ni tonterías de ésas- asegura, poco convincente, mirando al techo-. Pensaba en estar satisfecho con mi vida, disfrutar haciendo lo que se me daba bien hacer y con eso tener para pagarme un par de cenas fuera a la semana y probar suficientes cócteles como para tener claro cuál era mi favorito y a partir de ese momento pedirlo siempre. Quería tener ganas de levantarme de la cama, no de que llegara la hora de acostarme. Tenía ganas de que la gente se interesara por lo que hacía y que eso me permitiera ganar dinero para seguir haciéndolo. Ni siquiera soñaba con poder permitirme ir de viaje cada verano a Viena, Amsterdam o Nueva York y hacer fotos superoriginales con mi réflex de 800 pavos. Mi situación concreta ahora es una cuestión de dinero, pero sería hipócrita decir que es solamente eso. Ahora me vendería sin pensarlo por el sueldo de esa réflex y me importaría un bledo lo que los demás opinaran, aunque no sé cuánto me duraría.

-Quieres decir que no crees que todo se arreglará cuando encuentres un trabajo.

-No lo sé, ojalá, ¿eh? Siento como si hubiera rebajado mi nivel de exigencia, pero en vez de sentirme liberado me he quedado seco.

De igual manera que los niños dibujan de pequeños y casi nadie sigue haciéndolo de mayor, todo el mundo pasa por una época de creerse buen fotógrafo, hasta que se le pasa. Asumo por su comentario de antes que él abandonó ese hobby y, arriesgándome a que me diga lo contrario, le pregunto muy convencida que por qué dejó de hacer fotos.

-Al principio hacía fotos porque me gustaba elegir la manera en que recordaría el pasado. Pero empecé a ver las de los demás y me di cuenta de que todos fotografiábamos las mismas cosas de la misma manera, y pensé que si ya lo hacían los demás no tenía ningún sentido jugar a hacer lo mismo. Además, si quería recordar las cosas era mejor que hiciera un esfuerzo y las recordara y punto, en vez de limitarme a verlas como las había vivido en el momento… Lo malo es que, en vez de recordarlas, las olvido. Es una de esas soluciones a un problema que no te lo resuelven pero que acaban con el dilema, no sé si me entiendes.

Le digo que lo que me comenta se puede aplicar a cualquiera cosa. Hay pocas cosas dentro del ámbito laboral que puedan ser verdaderamente originales, si lo piensas bien nadie es imprescindible y salvo contadas excepciones -probablemente magnificadas- todo el mundo puede hacer el trabajo de los demás.

-En estos momentos todos sueñan con ser alguien, pero cada vez me parece más difícil lograrlo. Nos encanta la democracia, pero todo el mundo aspira a tener el carné de un club de élite. Y aunque cada vez es más fácil que se fijen en ti, si un club privilegiado deja entrar a todo el mundo acaba convirtiéndose en un macrobotellón en el que nadie se molesta en comprobar si tienes los zapatos limpios. Basta con traer una botella de ron, hielo y vasos de plástico.

-¿Cuál dirías que es el club de élite en este momento?

-Si supiera cuál es el club de élite creo que estaría trabajando para entrar, o al menos tendría claro por qué no tengo capacidades para ser admitido y lucharía por asumirlo. El problema es que ahora mismo todos los clubs me parecen una puta mierda, sinceramente. Sufro por no pertenecer a ninguno, pero en el fondo es que no encuentro uno que me motive.

Con tanta metáfora me entra sed, le pido una cerveza y contesta amablemente que me sirva yo misma del frigorífico. Me encanta esa respuesta porque de toda la vida me ha gustado hurgar en las neveras ajenas. Ésta, en concreto, es bastante desoladora: hay una lechuga arrugada, un paquete de jamón york y queso de Casa Tarradellas y quedan tres cervezas que, en el colmo de la vagancia, no han sido arrancadas de las esposas de plástico. Cojo una lata y vuelvo al salón.

-Llevas un año sin trabajar, ¿de qué vives?

-Del paro. Se me acaba en tres meses.

-¿Estás buscando trabajo?

-Me vuelvo histérico cada vez que suena el móvil, pero no hay ofertas. O a mí no me las hacen. He dado la voz de alarma a todos mis contactos y hace meses mandé decenas de emails y eché varios currículos. La verdad es que me deprime muchísimo el tema del CV, si alguien quiere conocerme le saldría más a cuenta tomarse una cocacola conmigo durante media hora en vez de leer la lista de cosas supuestamente reseñables de mi vida. Claro que para los trabajos con los que ahora mismo me conformo tampoco le hace falta a nadie saber lo listo que soy. Creo que ahora mismo poca gente realista aspira a un trabajo que esté a su altura, me pregunto si quedan trabajos de ésos. Y no sólo eso, la ironía de esto es que yo no estoy a la altura de puestos que en realidad me llegan a los tobillos. Así que el tema de la altura es relativo… Sí, estoy buscando.

-Bien, ha quedado claro que por el momento no confías en autorrealizarte mediante el trabajo. ¿Es suficiente eso para sentirse un miserable?

-Nos han vendido que podíamos hacerlo. Nosotros nos lo hemos tragado y ahora toca digerir que no, que no te vas a autorrealizar en el trabajo. Darte cuenta de que no es posible lleva un tiempo, imagino que no seguiré toda la vida bebiendo cervezas y lamentándome de no haber podido ser lo que no soy, pero mientras llegue ese momento prefiero apretar los puños y esperar a que todo esto se resuelva solo, o al menos a que deje de afectarme. Imagino que podría asumir todo esto, buscar la felicidad en el cine o en el gimnasio, decirle a mi madre que la quiero y sonreír por el mero hecho de estar vivo. Es una de las dos opciones que hay, pero no me sale y por el momento tampoco me apetece que me salga, qué quieres que te diga.

-¿Cuál es la otra opción?

-Coger fuerzas y seguir intentándolo. Pero para eso tienes que saber qué quieres intentar, y yo ahora dudo de todo.

Le pregunto cuál cree que es la peor de las dos salidas que plantea y afirma que rendirse es perder la batalla, pero que luchar es arriesgarse a acabar mutilado.

-Por eso por el momento prefiero quedarme quieto, porque un camino no me lleva a ninguna parte y el otro no tengo fuerzas para empezarlo.

-El problema es que lo de quedarse quieto deje de ser algo provisional y se convierta en una actitud vital- señalo yo, tocapelotas.

-Ése es el gran miedo, estoy de acuerdo. Es curioso porque el miedo puede dejarte paralizado o hacer que te precipites inútilmente. Yo creo que estamos todos acojonados como pollitos. Además, hemos pasado de la sociedad que sacralizaba el trabajo por el simple hecho de ser un trabajo a la sociedad que sólo aplaude el trabajo que es una proyección de tu espíritu. Y de repente te encuentras con que ni una cosa ni la otra. ¿Qué haces? Los tiempos han cambiado, pero nosotros evolucionamos más despacio. Además, evolucionar es una palabra muy romántica, pero nosotros tenemos que dar un paso atrás. Y eso encima mola menos.

-Además, quien no actúa no tiene que rendir cuentas.

-Exacto, pero eso sólo sirve un tiempo, después toca hacer algo con tu vida o entregarte a las pastillas. A mí me llegará ese momento, lo sé, pero por ahora prefiero cerrar los ojos. Ver la tele, entrar en Internet, ensuciar el piso y sentirme bien recogiéndolo todo antes de cenar para por fin meterme en la cama con la conciencia limpia por no habitar en una pocilga y premiarme pasando diez horas seguidas durmiendo sin estar todo el rato sintiéndome un inútil.

Lo bueno de hacerle preguntas a alguien cuyo nombre no significa nada para la gente -el mayor pesar de mi entrevistado, por mucho que lo niegue- es que éste puede sincerarse a lo bestia sin miedo a decepcionar a nadie. Los anónimos no necesitan fingirse especiales, no tendría ningún sentido. Me despido de Juanjo y hago el gesto de llevar mi lata, vacía, a la bolsa de la basura de la cocina. Pero me dice que no me preocupe, tiene que recoger la casa después y así se entretiene. Visto lo visto, no querría yo librarle de su único placer, así que dejo la lata junto a las demás y le prometo que le haré llegar este artículo en cuanto esté publicado el número 17 de la revista Madrid Joven, especial frustrados.





El mal de Franny

4 10 2010

A veces no sé si es que soy muy lista pero me falta una llave o es que soy tremendamente idiota y he confundido una pared con una puerta. El caso es que llevo meses varada y se me está quedando cara de idiota.





My generation

27 09 2010

Estar satisfecho con su vida lo excluía de todas las conversaciones con gente de su generación. Hasta que cayó en una depresión el joven no volvió a ser popular.





Necesito trabajar

6 09 2010

Cervezas, un yogur y el DVD de Lost in Translation. La receta exacta para volverse loca.





A tu vera, aunque te joda

19 08 2010

«A tu vera» es mi canción favorita de Lola Flores. La letra es de las buenas y eso hace que empatices con quien la canta y te emociones por cuánto cuantísimo quiere ella a ese hombre que no le hace ni caso. Qué bonita es la constancia en el amor, pensarán algunos. Pero en el fondo no deja de ser la historia de una brasas: una chica que se enamora de uno de su pueblo y que lo sigue como un perrito faldero, como si fuera el hermano pequeño pesado que no te puedes quitar de encima cuando vas con tus amigos y te interrumpe cada dos por tres con la boca tonta y medio abierta:

-¿De qué se ríen?

Vete de aquí, piensas tú. Pero no dices nada porque ya lo has intentado y cuando le echas a patadas es peor porque se pone a llorar y siempre hay algún alma sensible entre tus colegas que siente pena por el crío y te dice que se quede que no molesta. Es mejor ignorarle abiertamente y esperar a que se canse. Pero nunca se cansa. Igual que Lola Flores en el tema, que se ciega de tanto mirar, que de tanto escuchar «que no» directamente pasa de traducir y se queda en que su amor la ha hablado, un amor que es un hombre que se ha hartado de ser primero amable, luego claro y después hiriente y que practica la indiferencia abierta mientras se plantea:

¿Pero es que no tiene dignidad?

Porque «A tu vera» es precisamente eso, la declaración de principios de alguien sin dignidad y, sin embargo, nos parece preciosa. Eso es lo que más me gusta de la literatura, el poder de manipular y conseguir que algo que objetivamente es repulsivo nos resulte aceptable o incluso hermoso. Como el pederasta de Lolita (la novela, no la de Sarandonga) cuando describía embelesado a sus nínfulas. En definitiva, que «A tu vera» es otra de esas canciones que te enamoran con una sola condición, que no te la estén cantando a ti.





Tener el control

10 08 2010

Le tranquilizaba tener el control. Incluso antes de la enfermedad, en el cajón de la cómoda nunca habían faltado preservativos y tranquilizantes. Por si acaso, siempre por si acaso. Hubo un tiempo en que los anticonceptivos ganaban por goleada a las pastillas, ahora estaban todos empatados a doce. Intuía, resignado pero tampoco abatido, que no habría necesidad de comprar más condones, una docena sería suficiente para acabar sus días. Después pensó que no quería morirse desperdiciando nada y se dijo que la noche que gastara el último se tragaría la tableta de medicamentos entera. Le tranquilizaba tener el control y, además, qué coño, era un rata.





La brasa a diario

10 08 2010

¿Qué tienen en común ser vegetariano y fumar? Todos los días, al menos una vez, alguien te va a preguntar que por qué lo haces.

Una razón más para seguir comiendo hamburguesas.





La pausa

3 08 2010

¡Menudo día! Recordaba haberlo empezado en pijama sujetando la taza de café con una mano y sosteniéndose la cabeza con la otra. Después, nueve horas de edición imparable porque su jefe había recordado en el último momento que cuando dijo viernes en realidad quiso decir martes. Dos reuniones intensas y nueve llamadas de teléfono, todas de trabajo. La tarde había terminado con una Sofía empeñada en arrastrarla al cine. De camino al metro, muchísima conversación acerca de la productora (insultos hacia compañeros ineptos, especialmente). Antes de despedirse, una sonrisa ambigua de su amiga preguntándole cómo estaba. «Bien, con prisa», respondió ella mirando el reloj. Ningún cigarro en todo el día, ninguna pausa, una entrada en el último momento al Opencor para hacerse con un brick de leche y algo de pavo y ya estaba buscando las llaves a ciegas en el bolso mientras subía las escaleras. De locos, un día de locos. Al dar la luz de casa, una bofetada de silencio. Ni televisión ni música, ni siquiera los molestos disparos del Call of Duty. Cayó en la cuenta de que Juanjo se había marchado hacía semanas. Lo había olvidado. Hoy lo había olvidado. Guardó la compra en la nevera y enjuagó la taza de la mañana. Se sirvió un café y dejó caer, agotada, la cabeza sobre la otra mano. La mirada perdida sobre una mesa llena de migas de una tostada, ahora tiesa y fría, que había sido incapaz de morder trece horas antes.





Sufrir (es mejor que esperar)

30 07 2010

Escuchaba temas de solistas cubanas que le cantaban al desamor rompiéndose la voz con agonía y desamparo. Sólo tenía 14 años y soñaba con salir de su pueblo.





La niña

28 07 2010

-No me gusta que fumes- le soltó la niña sin dejar de mirar el cigarrillo, extasiada por el humo y todo lo prohibido y desafiante que ello implicaba.

-A mí no me gusta que toques el chelo- respondió su niñera, hasta las pelotas de aquel día de locos yendo de una clase magistral a otra arrastrando a una mocosa que la ignoraba excepto cuando caía en la cuenta de que su vida sería más cómoda si ella llevara su mochila a cuestas.

-Se lo diré a mamá y te vas a enterar.

Calada larga. Indiferente. Retadora.

-¿Puedo probar un poco?

-Tienes nueve años, por supuesto que no. Además, esto es muy caro.

-Tengo un billete- y mostró 5 euros, la niña siempre llevaba encima más dinero que ella.

La hizo sufrir tomándose un tiempo desproporcionado en expulsar el humo.

-No.

La niña desenfundó su puchero y cogió aire para volver a llorar, aún no se le habían secado las lágrimas de la última rabieta, por algo de no escoger no sé qué calle para volver a casa. Después de quince ataques de pánico, la simple visión del principio del estallido fue suficiente para convencerla de algo tan fuera de lugar como ofrecerle tabaco a un niño.

-NO LLORES. Darás una calada y no le dirás nada a tu madre, ¿estamos?

Automáticamente el puchero fue sustituido por un pestañeo y una boca que hubiera servido para hacer unos aritos de humo estupendos. Cogió aire, preparada para la experiencia de su vida.

-Muy bieeeen- la animó mientras aspiraba, como una madre primeriza que le da el biberón a su bebé.

Obviamente, se atragantó. Tosió y empezó a llorar con cara de angustia, sintiéndose nerviosa, estafada y culpable. Tres meses aguantando sus desplantes habían logrado que dejara de sentir empatía hacia la criaturita. La rabieta duró un tiempo indeterminado en el que ella siguió fumando y escuchando música mentalmente. La repelente se calló cuando le pareció oportuno, había visto algo que le llamaba la atención:

-¿Qué pone ahí?- y señaló la cajetilla.

-«Fumar mata»- mentirle a un niño, eso sí que no.

Volvió a llorar. Tenía la cara roja como el bote de ketchup que había volcado aposta en el mantel unas horas antes, la mano que guardaba el billete estaba apretada como cuando le pegó un puñetazo por haberle hecho daño al intentar peinar su estúpido pelo rizado con el cepillo de las muñecas (a pesar del sincero consejo de amiga, de sentido común, de no utilizar plástico barato para algo tan delicado como la cabeza femenina). Su mirada era de odio, superioridad y resentimiento, la misma con la que se levantaba cada mañana. La niñera, que no hacía tanto tiempo que había tenido nueve años, apagó el cigarrillo y se acercó a la pequeña. Se inclinó de rodillas para ponerse a su altura y le limpió las lágrimas delicadamente. Acarició su pelo y le fue abriendo con dulzura los deditos de la mano. Poco a poco, los hipos comenzaron a calmarse.

-Cariño…

La niña devolvió una mirada suplicante, con la mano extendida, abierta, indefensa.

-Me debes 5 euros.





El precio

25 07 2010

Siempre había defendido el derecho a equivocarse. El derecho a intentarlo y tropezar. El derecho a cagarla. Y eso fue lo que hizo, saltó con lo puesto y dejó atrás todo sabiendo que era difícil pero que quería intentarlo. Se rompió la cara, como todos habían previsto cómodamente desde sus sofás. En el baño, aprovisionado de algodones y gasas, se miró al espejo y se dijo que al menos ahora contaba con una certeza, que la incertidumbre y el miedo no le volverían a quitar el sueño por la noche. Con mucho dolor y un tanto forzadamente, sonrió. Desolado, descubrió que sus encías estaban vacías y que el poco marfil que quedaba en ellas estaba empapado de sangre.





Homicida decorador de interiores

11 05 2010

Tienes un pájaro en la cabeza, no sabes bien si es un colibrí o un cuervo, pero tiene pico y habla. Quizás sea un gorrión que está dormido, hinchado con sus plumas grises y cara de empanado, quizás sea un buitre leonado de amplias alas al que se le empiezan a calcificar las garras de tanto sujetarse al monísimo columpio en el que ha dejado de balancearse monótonamente. Tienes un pájaro en la cabeza y se está asfixiando, y cuando la palme el pájaro tendrás un cadáver rígido entre el cerebro y la trompa de eustaquio, con las uñas hacia arriba y el pico abierto, y por mucho que te empeñes en comprarle un bebedero dorado y una ilustración de Ikea imitación de Klimt que le dé a la jaula un toque moderno y artístico, lo cierto es que estarás decorando la casa de un muerto. El día del fallecimiento del ave, el sistema te enviará unas flores de plástico que tú, ingenuo idiota, pensarás que son un detalle para posar sobre la silueta del pájaro marcada en tiza, pero lo cierto es que son para ti: «Bienvenido, ya eres uno de los nuestros».





¿A qué vienen las modelos gordas?

5 05 2010

Recuerdo de adolescente mirar las revistas femeninas (no me importaría hacer un Fahrenheit 451 con todas ellas) y comprobar que cosas que a mí me parecían feas, por lo visto, eran lo más. No quisiera parecer la típica resentida que despotrica contra la belleza más evidente: me encantan las chicas guapas y he sentido esa fascinación desde siempre (por mucho que tratemos de intelectualizar a la mujer, la atracción por la belleza femenina es algo atemporal, otra cosa es que tenga que dejar de ser “lo único” que merezca la atención). Me refiero a huesos de cadera que sobresalían, a vértebras de la columna que recordaban a estegosaurios, a omoplatos que directamente parecían alas. A mí me resultaban antiestéticos, pero si estaban a doble página en Cosmopolitan seguramente la equivocada era yo, pensaba por aquel entonces y suspiraba de perfil frente al espejo por conseguir una tripa cóncava (no ya plana, eh, sino hacia dentro).

Los escritores saben que por muy desagradable que diseñen a un personaje, cuanto más se hable de él mejor le va a caer al lector porque, por el simple hecho de ir leyendo sobre él, uno le va cogiendo cariño y comienza a ver sus defectos como graciosas particularidades, y la sorpresa y el asco inicial acaban en perdón, en aceptación e incluso admiración. Ejemplos hay muchos, el repelente Ignatius Reilly o el pederasta Humbert Humbert son bastante evidentes. Pues con la moda en general y las modelos en particular ocurre lo mismo. No sólo poco a poco nos acostumbramos a las cosas que en un principio no nos gustaban, sino que acabamos asumiéndolas como correctas e incluso encontrándoles lo bello. Parte de la belleza que ahora admiramos partió de un rechazo primerizo, a nadie le ponían las clavículas ni las costillas… hasta que a fuerza de insistir empezaron a hacerlo.

En los últimos años, hemos ido dejando atrás esa veneración a las modelos de aspecto ramífero (de rama) para, progresivamente, establecer un nuevo escalón de belleza femenina: una belleza más carnal que durante los noventa estuvo mal vista porque las curvas eran, esto es duro pero cierto, una cosa vulgar. Pasamos esa línea y el mundo, siempre con el permiso de los medios, empezó a ver con buenos ojos las tetas, los muslos y el culo de Scarlett Johansson, los hombres decían “¡así es como nos gustan!” y la cosa se relajaba un poco porque el modelo de guapa se ampliaba. Después llegó el auténtico shock de Dove y la “belleza real”, en la que de repente tipas normales se plantaban en un anuncio en plan guapas. ¡Chicas normales! En serio, fue un verdadero shock. Un mensaje: “Tú también estás buena, chica”. Todas mirábamos el anuncio con una mezcla de sorpresa y alivio (coño, pues yo estoy mejor que ésa), y bastante desconfianza ante lo que no dejaba de ser una excentricidad de una marca de jabones y desodorantes que se pasaba a las cremas corporales. Era lógico que nadie se acabara de creer el anuncio, la propaganda asumida durante años no se borra con 30 segundos de buena voluntad y cierta flacidez. Pero era una puerta abierta, otra opción que no aspiraba a bajar a las Kate Moss de la pasarela sino a limitarse a decir: “Estoy aquí, aunque no me queráis ver, existo y, sorpresa, no doy asco”.

Cuando estás acostumbrada a ver cómo le quedan los vaqueros a tipas de 45 kilos y de repente Mango hace una sesión con una modelo a la que le quedan los pantalones como a ti y lo incluye en su catálogo en plan “esto es bonito”, algo cambia. Y eso es bueno, joder. Nadie pide que se empiece a venerar el contorno estadístico medio (por definición, no tiene ningún sentido venerar “lo normal”), ni que se imponga un canon de belleza desde el Ministerio de Sanidad, pero sí hay que aplaudir que se puedan ver otros modelos, que la televisión y las portadas no sean un lugar sagrado reservado para un cierto tipo de cuerpo que cuatro gatos con intereses comerciales se han empeñado en mitificar.

Ése es el mérito de las modelos XL, que aparecen de repente en nuestra vida como animales exóticos, aunque en el fondo sean más comunes que las imágenes guepardianas que nos asaltan en cada marquesina. Las hemos visto en catálogos de Mango, en artículos de moda de El País Semanal, en sesiones hechas por los mejores fotógrafos, en portadas de Elle. Las gordas comienzan a tomar un espacio que se les ha negado durante décadas, gordas que son más guapas que tú, gordas que siguen recibiendo los insultos de muchos pero que empiezan a tener sus adeptos, gordas que ganan un Oscar, gordas millonarias, gordas orgullosas. Dudo que estas gordas acaben representando el modelo ideal de belleza al que la mayoría de adolescentes aspiren, pero ver sus fotos tiene como mínimo dos efectos que no tenían las fotos de hace quince años:

1)    Si estás menos gorda que ellas, te sientes reconfortada (reconfortada viendo una foto de moda, impensable en los noventa, años donde cada modelo venía cargada con una inyección de culpa que sentías por el simple hecho de que tu estructura ósea no fuera descaradamente visible).
2)    Si tienes su aspecto, sientes que no eres un desecho social, que tú también puedes ser bella.

Sin entrar en temas estéticos, me reconoceréis que la reacción psicológica ante este tipo de fotografía es mucho más sana. Y es que ahí es donde creo que está el éxito de estas modelos, no en que los parámetros de lo bello estén cambiando y de repente las mujeres del mundo quieran lucir michelín y presumir de celulitis, sino en que éstas ya están hartas de sentirse mal cada vez que ven a una modelo. Están cansadas de admirar cuerpos que no están a su alcance, de observar chicas como si fueran extraterrestres y sentir que la que viene de otro planeta es ella misma. Las modelos XL son una reacción ante una opresión que lleva años apretándonos las tuercas, desde luego no son la panacea definitiva (me temo que harían falta más décadas para acabar con eso), pero es un principio. Para acabar con el elitismo primero hay que conseguir reírse de él, y estas fotografías son la mejor burla que se me ocurre, son el primer paso de una revolución necesaria contra una obsesión vacía e insulsa que lleva demasiado tiempo jodiéndole la vida a las mujeres. La moda hace mucho que dejó de ser sólo ropa, y ya es hora de que vuelva a representar lo que no ha dejado de ser en todo este tiempo: vestidos, zapatos y bolsos. Nada más.