El piso es un bajo bastante desordenado de Malasaña, el barrio joven-alternativo-molón de Madrid. Una estantería negra rebosa cantidad de libros y añora los tiempos en que cada estante tenía una sola fila estudiadamente ordenada e incluso un huequito para alguna figura chula de decoración comprada en el Soho de Londres. Los volúmenes se aprietan de mala manera, asfixiados y con las puntas dobladas hacia fuera. La mesa del salón no ofrece mejor aspecto, hay una orquesta de latas de coca cola y cerveza con cantidades distintas de líquido caliente en su interior (algo similar, pero con menos glamour, a esas copas de cristal que algunos artistas callejeros hacen sonar acariciando los bordes con los dedos ante un público que se relame ante una demostración de arte inesperada y conmovedora, la mayoría de los cuales no aporta una propina o deja menos de un euro). También hay migas de pan, una revista arrugada y un cenicero que Juanjo recupera y posa en su rodilla. Aunque la casa tiene unos ventanales envidiables, la luz que se cuela es mustia y haría falta encender un par de lámparas para conseguir un ambiente saludable. Pero Juanjo tiene las bombillas apagadas y así las deja, desde el sofá me mira con cara de «cuando quieras empezamos, aunque nadie lo diría, tengo una vida que vivir».
Por dónde empezar. Me gustaría comenzar por la estantería, pero Juanjo la mira con desidia y reconoce que hace más de un año que no lee un libro. Se enciende un cigarro y yo rebusco entre las preguntas de mi libreta porque de repente me he quedado en blanco. Resulta que hay veces que, a pesar de haberte pasado horas documentándote, cuando te sientas frente a tu objeto de estudio te das cuenta de que no te interesan una mierda las posibles respuestas a tus estúpidas preguntas. Una situación incómoda, porque encima tienes que adoptar una postura falsísima de controlarlo todo. Decido dejarme de rodeos y disparó a la rodilla del joven desempleado.
-¿Qué es más deprimente en estos tiempos: tener un trabajo o no tenerlo?
Juanjo aspira y expulsa el humo del cigarrillo en mi dirección, lentamente, como si quisiera irritarme los ojos despacito.
-Esa pregunta sólo tiene sentido hacerla si tienes un empleo.
-Vamos de victimistas, ¿eh?
No sé por qué he dicho eso, desde luego no está incluido en el manual de «Cómo lograr buen rollo en entrevistas». Trago saliva y aguanto su mirada, preparada para una invitación a marcharme de su casa inmediatamente. Sufro por el estado de mi cuenta corriente y empiezo a elaborar una excusa para explicarle a mi jefe que la única colaboración que me ha encargado este mes en la revista se ha ido a la mierda porque soy una bocazas. Sin embargo, tras un momento de tensión, el tío se ríe y me dice que estamos en una época de victimismos y que si no lloras te toca poner el hombro y aguantar las penas de los demás.
-Yo ya me he cansado de hacer de psicólogo del resto- confiesa.
Intento tirar del hilo contándole, por contraposición, lo mucho que me deprime escuchar en boca de la gente el discurso de confianza y seguridad que tanto había explotado yo misma hace unos años, que no sé qué me da más rabia, si la ingenuidad del que lo expone o la convicción de que esa persona es un conejo a punto de pegarse la hostia de su vida.
-Yo tampoco es que pensara en un éxito abrumador, fama ni tonterías de ésas- asegura, poco convincente, mirando al techo-. Pensaba en estar satisfecho con mi vida, disfrutar haciendo lo que se me daba bien hacer y con eso tener para pagarme un par de cenas fuera a la semana y probar suficientes cócteles como para tener claro cuál era mi favorito y a partir de ese momento pedirlo siempre. Quería tener ganas de levantarme de la cama, no de que llegara la hora de acostarme. Tenía ganas de que la gente se interesara por lo que hacía y que eso me permitiera ganar dinero para seguir haciéndolo. Ni siquiera soñaba con poder permitirme ir de viaje cada verano a Viena, Amsterdam o Nueva York y hacer fotos superoriginales con mi réflex de 800 pavos. Mi situación concreta ahora es una cuestión de dinero, pero sería hipócrita decir que es solamente eso. Ahora me vendería sin pensarlo por el sueldo de esa réflex y me importaría un bledo lo que los demás opinaran, aunque no sé cuánto me duraría.
-Quieres decir que no crees que todo se arreglará cuando encuentres un trabajo.
-No lo sé, ojalá, ¿eh? Siento como si hubiera rebajado mi nivel de exigencia, pero en vez de sentirme liberado me he quedado seco.
De igual manera que los niños dibujan de pequeños y casi nadie sigue haciéndolo de mayor, todo el mundo pasa por una época de creerse buen fotógrafo, hasta que se le pasa. Asumo por su comentario de antes que él abandonó ese hobby y, arriesgándome a que me diga lo contrario, le pregunto muy convencida que por qué dejó de hacer fotos.
-Al principio hacía fotos porque me gustaba elegir la manera en que recordaría el pasado. Pero empecé a ver las de los demás y me di cuenta de que todos fotografiábamos las mismas cosas de la misma manera, y pensé que si ya lo hacían los demás no tenía ningún sentido jugar a hacer lo mismo. Además, si quería recordar las cosas era mejor que hiciera un esfuerzo y las recordara y punto, en vez de limitarme a verlas como las había vivido en el momento… Lo malo es que, en vez de recordarlas, las olvido. Es una de esas soluciones a un problema que no te lo resuelven pero que acaban con el dilema, no sé si me entiendes.
Le digo que lo que me comenta se puede aplicar a cualquiera cosa. Hay pocas cosas dentro del ámbito laboral que puedan ser verdaderamente originales, si lo piensas bien nadie es imprescindible y salvo contadas excepciones -probablemente magnificadas- todo el mundo puede hacer el trabajo de los demás.
-En estos momentos todos sueñan con ser alguien, pero cada vez me parece más difícil lograrlo. Nos encanta la democracia, pero todo el mundo aspira a tener el carné de un club de élite. Y aunque cada vez es más fácil que se fijen en ti, si un club privilegiado deja entrar a todo el mundo acaba convirtiéndose en un macrobotellón en el que nadie se molesta en comprobar si tienes los zapatos limpios. Basta con traer una botella de ron, hielo y vasos de plástico.
-¿Cuál dirías que es el club de élite en este momento?
-Si supiera cuál es el club de élite creo que estaría trabajando para entrar, o al menos tendría claro por qué no tengo capacidades para ser admitido y lucharía por asumirlo. El problema es que ahora mismo todos los clubs me parecen una puta mierda, sinceramente. Sufro por no pertenecer a ninguno, pero en el fondo es que no encuentro uno que me motive.
Con tanta metáfora me entra sed, le pido una cerveza y contesta amablemente que me sirva yo misma del frigorífico. Me encanta esa respuesta porque de toda la vida me ha gustado hurgar en las neveras ajenas. Ésta, en concreto, es bastante desoladora: hay una lechuga arrugada, un paquete de jamón york y queso de Casa Tarradellas y quedan tres cervezas que, en el colmo de la vagancia, no han sido arrancadas de las esposas de plástico. Cojo una lata y vuelvo al salón.
-Llevas un año sin trabajar, ¿de qué vives?
-Del paro. Se me acaba en tres meses.
-¿Estás buscando trabajo?
-Me vuelvo histérico cada vez que suena el móvil, pero no hay ofertas. O a mí no me las hacen. He dado la voz de alarma a todos mis contactos y hace meses mandé decenas de emails y eché varios currículos. La verdad es que me deprime muchísimo el tema del CV, si alguien quiere conocerme le saldría más a cuenta tomarse una cocacola conmigo durante media hora en vez de leer la lista de cosas supuestamente reseñables de mi vida. Claro que para los trabajos con los que ahora mismo me conformo tampoco le hace falta a nadie saber lo listo que soy. Creo que ahora mismo poca gente realista aspira a un trabajo que esté a su altura, me pregunto si quedan trabajos de ésos. Y no sólo eso, la ironía de esto es que yo no estoy a la altura de puestos que en realidad me llegan a los tobillos. Así que el tema de la altura es relativo… Sí, estoy buscando.
-Bien, ha quedado claro que por el momento no confías en autorrealizarte mediante el trabajo. ¿Es suficiente eso para sentirse un miserable?
-Nos han vendido que podíamos hacerlo. Nosotros nos lo hemos tragado y ahora toca digerir que no, que no te vas a autorrealizar en el trabajo. Darte cuenta de que no es posible lleva un tiempo, imagino que no seguiré toda la vida bebiendo cervezas y lamentándome de no haber podido ser lo que no soy, pero mientras llegue ese momento prefiero apretar los puños y esperar a que todo esto se resuelva solo, o al menos a que deje de afectarme. Imagino que podría asumir todo esto, buscar la felicidad en el cine o en el gimnasio, decirle a mi madre que la quiero y sonreír por el mero hecho de estar vivo. Es una de las dos opciones que hay, pero no me sale y por el momento tampoco me apetece que me salga, qué quieres que te diga.
-¿Cuál es la otra opción?
-Coger fuerzas y seguir intentándolo. Pero para eso tienes que saber qué quieres intentar, y yo ahora dudo de todo.
Le pregunto cuál cree que es la peor de las dos salidas que plantea y afirma que rendirse es perder la batalla, pero que luchar es arriesgarse a acabar mutilado.
-Por eso por el momento prefiero quedarme quieto, porque un camino no me lleva a ninguna parte y el otro no tengo fuerzas para empezarlo.
-El problema es que lo de quedarse quieto deje de ser algo provisional y se convierta en una actitud vital- señalo yo, tocapelotas.
-Ése es el gran miedo, estoy de acuerdo. Es curioso porque el miedo puede dejarte paralizado o hacer que te precipites inútilmente. Yo creo que estamos todos acojonados como pollitos. Además, hemos pasado de la sociedad que sacralizaba el trabajo por el simple hecho de ser un trabajo a la sociedad que sólo aplaude el trabajo que es una proyección de tu espíritu. Y de repente te encuentras con que ni una cosa ni la otra. ¿Qué haces? Los tiempos han cambiado, pero nosotros evolucionamos más despacio. Además, evolucionar es una palabra muy romántica, pero nosotros tenemos que dar un paso atrás. Y eso encima mola menos.
-Además, quien no actúa no tiene que rendir cuentas.
-Exacto, pero eso sólo sirve un tiempo, después toca hacer algo con tu vida o entregarte a las pastillas. A mí me llegará ese momento, lo sé, pero por ahora prefiero cerrar los ojos. Ver la tele, entrar en Internet, ensuciar el piso y sentirme bien recogiéndolo todo antes de cenar para por fin meterme en la cama con la conciencia limpia por no habitar en una pocilga y premiarme pasando diez horas seguidas durmiendo sin estar todo el rato sintiéndome un inútil.
Lo bueno de hacerle preguntas a alguien cuyo nombre no significa nada para la gente -el mayor pesar de mi entrevistado, por mucho que lo niegue- es que éste puede sincerarse a lo bestia sin miedo a decepcionar a nadie. Los anónimos no necesitan fingirse especiales, no tendría ningún sentido. Me despido de Juanjo y hago el gesto de llevar mi lata, vacía, a la bolsa de la basura de la cocina. Pero me dice que no me preocupe, tiene que recoger la casa después y así se entretiene. Visto lo visto, no querría yo librarle de su único placer, así que dejo la lata junto a las demás y le prometo que le haré llegar este artículo en cuanto esté publicado el número 17 de la revista Madrid Joven, especial frustrados.
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